martes, 17 de junio de 2008

Publicar comentarios sobre obra de teatro a la diestra de dios padre

Salida realizada el dìa 10 de junio

Tòpicos de realizaciòn del segundo parcial

Arte y sìmbolo
Arte y alegorìa
Fragmento y sìmbolo
Significado del arte
Arte y comunidad
Arte y significaciòn

Se evaluarìa el catorce de julio, la escritura del informe debe aparecer publicada en el blog para ese dìa.

Obra: A la diestra de Dios Padre, Pequeño teatro Ejercicio de Animaciòn en Clase comentarios sobre el tiempo narrativo

respresentaciòn teatral, asistencia del grupo a la obra, asistiò el 70% del grupo

martes, 3 de junio de 2008

Texto para el segundo parcial

II
El simbolismo en el arte

¿Qué quiere decir símbolo? Es, en principio, una palabra técnica de la lengua griega y signifi- [84] ca «tablilla de recuerdo». El anfitrión le regalaba a su huésped la llamada tessera hospitalis; rompía una tablilla en dos, conservando una mitad para sí y regalándole la otra al huésped para que, si al cabo de treinta o cincuenta años vuelve a la casa un descendiente de ese huésped, puedan reconocerse mutuamente juntando los dos pedazos. Una especie de pasaporte en la época antigua; tal es el sentido técnico originario de símbolo. Algo con lo cual se reconoce a un antiguo conocido.
En el Banquete de Platón, se relata una historia bellísima que, según creo, da una indicación todavía más profunda de la clase de significatividad que el arte tiene para nosotros. Aristófanes narra una historia, todavía hoy fascinante, sobre la esencia del amor. Cuenta que los hombres eran originalmente seres esféricos; pero habiéndose comportado mal, los dioses los cortaron en dos. Ahora, cada una de estas dos mitades, que habían formado parte de un ser vivo completo, va buscando su complemento. Este es el σύμβολον τοῦ ἀνθρώπου; que cada hombre es, en cierto modo, un fragmento de algo; y eso es el amor: que en el encuentro se cumple la esperanza de que haya algo que sea el fragmento complementario que nos reintegre. Esta profunda parábola de encuentro de almas y de afinidades electivas puede transferirse a la experiencia de lo bello en el arte. También aquí es manifiesto que la significatividad inherente a lo bello del arte, de la obra de arte, remite a algo que no está de [85] modo inmediato en la visión comprensible como tal. Mas, ¿qué clase de remitir es ése? La función propia de remitir está orientada a otra cosa, a algo que también se puede tener o experimentar de modo inmediato. De ser así, el símbolo vendría a ser lo que, al menos desde un uso clásico del lenguaje, llamamos alegoría: se dice algo diferente de lo que se quiere decir, pero eso que se quiere decir también puede decirse de un modo inmediato. La consecuencia del concepto clasicista de símbolo, que no remite de este modo a otra cosa, es que en la alegoría tenemos la connotación, en sí totalmente injusta, de lo glacial, de lo no artístico. Lo que habla es la referencia a un significado que tiene que conocerse previamente. En cambio, el símbolo, la experiencia de lo simbólico, quiere decir que este individual, este particular, se representa como un fragmento de Ser que promete complementar en un todo íntegro al que se corresponda con él; o, también, quiere decir que existe el otro fragmento, siempre buscado, que complementará en un todo nuestro propio fragmento vital. No me parece que este «significado» esté ligado a condiciones sociales especiales —como es el caso de la religión de la cultura burguesa tardía—, sino, más bien, que la experiencia de lo bello y, en particular, de lo bello en el arte, es la evocación de un orden íntegro posible, dondequiera que éste se encuentre.
Si seguimos meditando sobre esto por un momento, se hará significativa la multiplicidad de la experiencia que conocemos igualmente como [86] experiencia histórica y como simultaneidad presente. En ella nos interpela una y otra vez, en las más diversas particularidades que llamamos obras de arte, el mismo mensaje de integridad. Y me parece que esto da realmente la respuesta más precisa a la pregunta de qué es lo que constituye la significatividad de lo bello y del arte. Esa respuesta nos dice que, en lo particular de un encuentro con el arte, no es lo particular lo que se experimenta, sino la totalidad del mundo experimentable y de la posición ontológica del hombre en el mundo, y también, precisamente, su finitud frente a la trascendencia. En este sentido, podemos dar ahora un paso más y decir: esto no quiere decir que la expectativa indeterminada de sentido que hace que la obra tenga un significado para nosotros pueda consumarse alguna vez plenamente, que nos vayamos a apropiar, comprendiéndolo y reconociéndolo, de su sentido total. Esto es lo que Hegel enseñaba al definir lo bello del arte como «la apariencia sensible de la Idea». Una expresión profunda y perspicaz, según la cual la Idea, que sólo puede ser atisbada, se hace verdaderamente presente en la manifestación sensible de lo bello. No obstante, me parece que ésta es una seducción idealista que no hace justicia a la auténtica circunstancia de que la obra nos habla como obra, y no como portadora de un mensaje. La expectativa de que el contenido de sentido que nos habla desde la obra pueda alcanzarse en el concepto ha sobrepasado siempre al arte de un modo peligroso. Pero [87] ésa era justamente la convicción principal de Hegel, que le llevó a la idea del carácter de pasado del arte. Hemos interpretado esto como una declaración de principios hegeliana, por cuanto en la figura del concepto y de la filosofía se puede y se tiene que alcanzar todo lo que nos interpela de modo oscuro y no conceptual en el lenguaje sensible y particular del arte.
Esto es, sin embargo, una seducción idealista que queda refutada en cualquier experiencia artística; y, en especial, en el arte contemporáneo, el cual nos impide explícitamente esperar de él la orientación de un sentido que se pueda comprender en la forma del concepto. A esto opondría yo la idea de que lo simbólico, y en particular lo simbólico del arte, descansa sobre un insoluble juego de contrarios, de mostración y ocultación. En su insustituibilidad, la obra de arte no es un mero portador de sentido, como si ese sentido pudiera haberse cargado igualmente sobre otros portadores. Antes bien, el sentido de la obra estriba en que ella está ahí. Deberíamos, a fin de evitar toda falsa connotación, sustituir la palabra «obra» por otra, a saber, la palabra «conformación».* Esta significa que, por ejem- [88] plo, el proceso transitorio, la corriente fugitiva de las palabras de una poesía se ve detenida de un modo enigmático, se convierte en una conformación, del mismo modo que hablamos de una formación montañosa. Ante todo, «conformación» no es nada de lo que se pueda pensar que alguien lo ha hecho deliberadamente (asociación que siempre se hace con el concepto de obra). En realidad, el que se crea una obra de arte no se encuentra ante la conformación salida de sus manos de un modo diferente a cualquier otro. Hay todo un salto desde lo que se planea y se hace hasta lo que finalmente sale. Ahora, la conformación «está», y existe así «ahí», «erguida» de una vez por todas, susceptible de ser hallada por cualquiera que se encuentre con ella, de ser conocida en su «calidad». Es un salto por medio del cual la obra se distingue en su unicidad e insustituibilidad. Eso es lo que Walter Benjamin llamaba el aura de una obra de arte y lo que todos conocemos, por ejemplo, en esa indignación por lo que se llama profanación del arte. La destrucción de la obra de arte tiene para nosotros todavía algo de sacrilegio.
Estas consideraciones deben habernos dispuesto para clarificar todo el alcance del hecho [89] de que no sea una mera revelación de sentido lo que se lleva a cabo en el arte. Antes bien, habría de decirse que es el abrigo del sentido en lo seguro, de modo que no se escape ni se escurra, sino que quede afianzado y protegido en la estructura de la conformación. Acaso le debamos a Heidegger el paso que dio al pensamiento de nuestro siglo la posibilidad de sustraerse al concepto idealista de sentido y de percibir, por así decirlo, la plenitud ontológica o la verdad que nos habla desde el arte en el doble movimiento de descubrir, desocultar y revelar, por un lado, y del ocultamiento y el retiro, por otro. Heidegger ha mostrado que el concepto griego de desvelamiento, ἀλήθεια, es sólo una cara de la experiencia fundamental del hombre en el mundo. Pues junto al desocultar, e inseparables de él, están el ocultamiento y el encubrimiento, que son parte de la finitud del ser humano. Esta intelección filosófica, que pone al idealismo los límites para una integración de sentido pura, entraña que en la obra de arte hay algo más que un significado experimentable de modo indeterminado como sentido. Es el factum de ese uno particular, de que haya algo así, lo que constituye ese «más»; para decirlo con Rilke: «Algo así se irguió entre humanos»*. Esto, el hecho de que haya esto, la facticidad, es, a la vez, una resistencia insuperable contra toda expectativa de sentido que se con- [90] sidere superior. La obra de arte nos obliga a reconocerlo. «Ahí no hay ni un lugar que no te vea. Tienes que cambiar tu vida.» Es un impacto, un ser volteados, lo que sucede por medio de la particularidad con la que nos sale al paso cada experiencia artística .
Sólo esto nos conduce a una comprensión conceptual adecuada de la pregunta de qué es propiamente la significatividad del arte. Quisiera profundizar —esto es, desplegarlo en el sentido que le es propio— en el concepto de lo simbólico, tal y como lo entendieron Goethe y Schiller. En este sentido, decimos: lo simbólico no sólo remite al significado, sino que lo hace estar presente: representa el significado. Con el concepto de «representar» ha de pensarse en el concepto de representación propio del derecho canónico y público. En ellos, representación no quiere decir que algo esté ahí en lugar de otra cosa, de un modo impropio e indirecto, como si de un sustituto o de un sucedáneo se tratase. Antes bien, lo representado está ello mismo ahí y tal como puede estar ahí en absoluto. En la aplicación del arte se conserva algo de esta existencia en la representación. Así, por ejemplo, se representa en un retrato una personalidad conocida que ya goza de una cierta consideración pública. El cuadro [91] que cuelga en la sala del ayuntamiento, en el palacio eclesiástico, o en cualquier otro sitio, debe ser un fragmento de su presencia. Ella misma está, en el papel representativo que posee, en el retrato representativo. Pensamos que el cuadro mismo es representativo. Naturalmente, eso no significa idolatría o adoración de un cuadro; antes bien, si se trata de una obra de arte, significa que no es un mero signo conmemorativo, indicación o sustituto de otra existencia.
Como protestante, siempre he encontrado muy significativa la controversia sobre la Ultima Cena que se dirimió en la Iglesia reformada, en particular entre Zuinglio y Lutero. Al igual que éste, estoy convencido de que las palabras de Jesús «Este es mi cuerpo y ésta mi sangre» no quieren decir que el pan y el vino «signifiquen» el cuerpo y la sangre. Creo que Lutero lo comprendía así perfectamente, y en este punto se atenía del todo, según creo, a la antigua tradición católica romana, para la cual el pan y el vino del sacramento son el cuerpo y la sangre de Cristo. He recurrido a esta cuestión dogmática sólo para decir que podemos, e incluso tenemos que pensar algo así si queremos pensar la experiencia del arte: que en la obra de arte no sólo se remite a algo, sino que en ella está propiamente aquello a lo que se remite. Con otras palabras: la obra de arte significa un crecimiento en el ser. Esto es lo que la distingue de todas las realizaciones productivas humanas en la artesanía y en la técnica, en las cuales se desarrollan los aparatos [92] y las instalaciones de nuestra vida económica práctica. Lo propio de ellos es, claramente, que cada pieza que hacemos sirve únicamente como medio y como herramienta. Al adquirir un objeto doméstico práctico no decimos de él que es una «obra». Es un artículo. Lo propio de él es que su producción se puede repetir, que el aparato puede básicamente sustituirse por otro en la función para la que está pensado.
Por el contrario, la obra de arte es irremplazable. Eso sigue siendo cierto en la época de su reproductibilidad, en la cual estamos actualmente y en la que las más grandes obras de arte nos salen al encuentro en copias de una calidad extraordinaria. Una fotografía, o un disco, son una reproducción, no una representación. En la reproducción como tal ya no hay nada del acontecimiento único que distingue a una obra de arte (incluso en un disco, en el cual se trata del acontecimiento único de una «interpretación», ella misma una reproducción). Si encuentro una reproducción mejor, la cambiaré por la antigua; y si se me extravía, adquiriré otra nueva. ¿Qué es este otro, presente aún en la obra de arte, diferente de un artículo que puede reproducirse a discreción?
La Antigüedad dio una respuesta a esta pregunta, que sólo hay que entender correctamente de nuevo: en toda obra de arte hay algo así como μίμησις, imitatio. Por supuesto que mimesis no quiere decir aquí imitar algo previamente conocido, sino llevar algo a su representación, de suer- [93] te que esté presente ahí en su plenitud sensible. El uso original de esta palabra está tomado del movimiento de los astros . Las estrellas representan la pureza de las leyes y proporciones matemáticas que constituyen el orden del cielo. En este sentido, creo que la tradición no se equivocaba cuando decía: «El arte es siempre mimesis», esto es, lleva algo a su representación. Al decir esto, debemos guardarnos del malentendido de creer que ese algo que accede ahí a su representación pueda ser concebido «ahí» de otro modo que como se representa de un modo tan elocuente. Sentado esto, considero que la cuestión de si es mejor la pintura no objetual que la objetual es una pose de política cultural y artística. Antes bien, hay muchas formas artísticas en las cuales «algo» se representa, condensado cada vez en una conformación que sólo así, por una única vez, ha llegado a configurarse significativamente como la prenda de un orden, por muy diferente que nuestra experiencia cotidiana sea de lo que se nos brinda. La representación simbólica que el arte realiza no precisa de ninguna dependencia determinada de cosas previamente dadas. Justamente en esto estriba el carácter especial de arte por el cual lo que accede a su representación, sea pobre o rico en connotaciones, o incluso si no tiene ninguna, nos mue- [94] ve a demorarnos en él y a asentir a él como en un re-conocimiento. Habrá de mostrarse cómo, de esta característica, surge la tarea que el arte de todos los tiempos y el arte de hoy nos plan¬tean a cada uno de nosotros. Es la tarea que con¬siste en aprender a oír a lo que nos quiere ha¬blar ahí, y tendremos que admitir que aprender a oír significa, sobre todo, elevarse desde ese pro¬ceso que todo lo nivela y por el cual todo se de¬soye y todo se pasa por alto, y que una civiliza¬ción cada vez más poderosa en estímulos se está encargando de extender.
Nos hacíamos la pregunta de qué se expresa propiamente en la experiencia de lo bello y, en particular, en la experiencia del arte. Y la inte¬lección decisiva que había que alcanzar era que no se puede hablar de una transmisión o media¬ción de sentido sin más. De ser así, se engloba¬ría de antemano lo experimentado en la expecta¬tiva universal de sentido de la razón teórica. En tanto se defina —como los idealistas, por ejem¬plo Hegel— lo bello del arte como la apariencia sensible de la Idea (lo que, en sí, significa reto¬mar de modo genial el guiño platónico sobre la unidad de lo bello y de lo bueno), se está presu¬poniendo necesariamente que es posible ir más allá de este modo de aparecer de lo verdadero, y que lo pensado filosóficamente en la Idea es justamente la forma más alta y adecuada de apre¬hender estas verdades. Y nos parece que el punto débil o el error de una estética idealista está en no ver que precisamente el encuentro con lo [95] particular y con la manifestación de lo verdadero sólo tiene lugar en la particularización, en la cual se produce ese carácter distintivo que el arte tiene para nosotros, y que hace que no pueda su¬perarse nunca. Tal era el sentido del símbolo y de lo simbólico: que en él tiene lugar una espe¬cie de paradójica remisión que, a la vez, mate¬rializa en sí mismo, e incluso garantiza, el signi¬ficado al que remite. Sólo de esta forma, que se resiste a una comprensión pura por medio de con¬ceptos, sale el arte al encuentro —es un impacto que la grandeza del arte nos produce—; porque siempre se nos expone de improviso, sin defen¬sa, a la potencia de una obra convincente. De ahí que la esencia de lo simbólico consista precisa¬mente en que no está referido a un fin con un significado que haya de alcanzarse intelectualmente, sino que detenta en sí su significado.
Y así, nuestra exposición del carácter sim¬bólico del arte enlaza con nuestras reflexiones iniciales sobre el juego. También en éstas, la perspectiva de nuestro cuestionamiento se desa-rrollaba a partir de la idea de que el juego ya es siempre autorrepresentación. En el caso del arte, esto encontraba su expresión en el carác¬ter específico de crecimiento de (o en el) ser, de la representatio, de la ganancia en ser que el ente experimenta al representarse. Y me parece que la estética idealista necesita una revisión en este punto, pues de lo que se trata es de apre¬hender más adecuadamente este carácter de la experiencia del arte. La consecuencia general que [96] debe extraerse de aquí estaba ya preparada desde hace mucho: el arte, ya sea en la forma de la tradición objetual que nos es familiar, ya en la actual, desprendida de la tradición y que tan «extraña» nos resulta, exige siempre en nosotros un trabajo propio de construcción.
Quisiera extraer otra consecuencia más, que nos ha de proporcionar un carácter estructural del arte verdaderamente global y creador de comunidad. En la representación que es una obra de arte, no se trata de que la obra de arte represente algo que ella no es; la obra de arte no es, en ningún sentido, una alegoría, es decir, no dice algo para que así se piense en otra cosa, sino que sólo y precisamente en ella misma puede encontrarse lo que ella tenga que decir. Y esto debe entenderse como un postulado universal, no sólo como la condición necesaria de la llamada modernidad. Es una conceptualización objetivista de una ingenuidad asombrosa preguntar primero, cuando se está ante un cuadro, qué es lo que hay ahí representado. Por supuesto que eso también lo entendemos. Mientras seamos capaces de reconocer algo, se conservará siempre en nuestra percepción; pero, ciertamente, no es ése el fin propio de nuestra contemplación de la obra. Para estar seguro de esto, sólo hace falta considerar la llamada música absoluta. Eso sí que es arte no objetual. En ella, es absurdo presuponer aspectos unitarios o de comprensión, incluso aunque ocasionalmente se intenta. También conocemos las formas híbridas o secundarias de la [97] música programática, o de la ópera y el drama musical, que precisamente en cuanto formas secundarias implican la existencia de la música absoluta, ese gran logro de la abstracción musical de Occidente, y su apogeo en el clasicismo vienés que germinó en el terreno cultural de la vieja Austria. Precisamente con la música absoluta puede ilustrarse el sentido de esta cuestión que nos tiene en vilo: ¿por qué podemos decir de una pieza musical: «Es algo superficial», o, por ejemplo, de los últimos cuartetos de Beethoven: «Verdaderamente, eso es música grande y profunda»? ¿En qué se basa eso? ¿Dónde reside aquí la calidad? Seguro que no en una referencia determinada que podamos nombrar como su sentido. Ni tampoco en una cantidad de información determinable, según quiere hacernos creer la estética de la información. Como si no dependiera precisamente de la variedad en lo cualitativo. ¿Por qué puede un aire de danza transformarse en el coro de una Pasión? ¿Hay siempre en el juego una coordinación secreta con la palabra? Tal vez haya algo así en juego, y los intérpretes de la música están tentados una y otra vez de encontrar tales puntos de apoyo o, por llamarlos así, los últimos restos de conceptualidad. Tampoco al contemplar arte no objetual, podemos olvidar que, en la vida cotidiana, lo que miramos son objetos. Y, de igual modo, en esa concentración con la que la música se nos manifiesta, escuchamos con el mismo oído con que intentamos entender palabras en todo lo demás. Entre el len- [98] guaje sin palabras de la música, como se suele decir, y el lenguaje de palabras de nuestra propia experiencia del hablar comunicativo, sigue habiendo un nexo incancelable. Del mismo modo, tal vez, queda un nexo entre el mirar objetual y el orientarse en el mundo, de un lado, y de otro, el postulado artístico de construir de súbito nuevas composiciones a partir de los elementos de un mundo objetual visible y participar de la profundidad de su tensión.
El haber recordado de nuevo estas cuestiones límite nos prepara adecuadamente para hacer visible el impulso comunicativo que el arte exige de nosotros y en el que todos nos unimos. He hablado al principio de cómo la llamada modernidad se encuentra, al menos desde comienzos del siglo XIX, fuera de la obvia comunidad de la tradición humanista cristiana, de que ya no hay contenidos totalmente evidentes y obligatorios que puedan retenerse en la forma artística de modo que cualquiera los conozca como el vocabulario familiar con el que se hacen los nuevos enunciados. Esta es, de hecho, la nueva situación, según la he descrito: el artista ya no pronuncia el lenguaje de la comunidad, sino que se construye su propia comunidad al pronunciarse en lo más íntimo de sí mismo. A pesar de ello, se construye justamente su comunidad, y su intención es que esa comunidad se extienda a la oikumene, a todo el mundo habitado, que sea de verdad universal. Propiamente, todos deberían —éste es el desafío del artista creador— abrirse [99] al lenguaje de la obra de arte, apropiárselo como suyo. Sea que la configuración de la obra de arte se sostiene en una visión del mundo común y evidente que la prepare, sea que únicamente enfrentados a la conformación tengamos que aprender a deletrear el alfabeto y la lengua del que nos está diciendo algo a través de ella, queda en todo caso convenido que se trata de un logro colectivo, del logro de una comunidad potencial.

Clase ejercicios de origami

Planteamiento sobre las relaciones entre juego y racionalidad
El origami como un mapa de relaciones entre el espacio bidiemnsional y el espacio tridimensional.
Como la imaginación amplia las posibilidades del espacio en la geometría plana.
Las relaciones entre el cuerpo y la el resultado del ejercicio en el papel.