miércoles, 28 de mayo de 2008

Resultados

Clase 27 de mayo de 2008

CONCIERTO BELLAS ARTES, CUARTETO NUTIBARA

miércoles, 21 de mayo de 2008

A propósito del dial del maestro

MONTAIGNE EN EL DIA DEL MAESTRO



Para Aristóteles lo que caracteriza al hombre es el uso de la razón, y por eso lo definió como animal racional. Sin embargo, también los animales muestran algunas formas de razón: los primates, por ejemplo, resuelven problemas, usan herramientas, escogen entre conductas distintas con base en la información que tienen y la evaluación de sus posibles resultados.



Pero hay algo en lo que los seres humanos y los animales son radicalmente diferentes, y es que las nuevas generaciones de animales son siempre iguales a las antiguas: el mono de hoy resuelve sus problemas exactamente como lo hacían sus ancestros de hace 50 o 100 generaciones. Los seres humanos, por el contrario, somos siempre distintos a nuestros antepasados.



Y lo somos, precisamente, por haber tenido esos antepasados: porque convertimos su experiencia, su vida, sus pensamientos y sus formas de ser, en parte de nuestra propia vida. Somos siempre nuevos porque nos apoyamos en ellos. Desde niños estamos sometidos a un aprendizaje en el que las generaciones anteriores nos enseñan cómo vivir, nos advierten de los peligros que podemos atravesar, nos dicen qué debemos hacer y qué no debemos, qué podemos hacer y qué no. El cachorro humano nace con muy pocas reglas, con un manual de funcionamiento muy restringido. Su sistema operativo tiene pocas instrucciones, a diferencia del de los animales, cuyos instintos preinstalados les indican cómo deben reaccionar en cada situación.



Pero el hombre tiene una característica especial: está diseñado para aprender. Esto quiere decir que puede recibir mucha información de fuera, que la puede acumular y procesar. Sobre todo tiene, para recibir y dar información, la palabra, y a los pocos meses ya es capaz de entender el no con el que los padres le dicen que algo puede tener consecuencias dañinas o traer un castigo. Y apoyado en ese dispositivo de entrada y salida que llamamos palabra, el hombre inventó, hace cuatro o cinco mil años, un sistema de registro que le permitió recibir no solo la información de los hombres presentes, de sus padres y compañeros, sino de todas las generaciones anteriores y de todos los contemporáneos, por alejados que estuvieran.



Desde que el ser humano aprendió a escribir, la posibilidad de registrar, guardar y aprender de las experiencias de otros aceleró el ritmo de cambio en la sociedad. En las comunidades sin escritura las nuevas generaciones deben aprender de la experiencia vivida de los padres, que han encontrado formas eficaces de conseguir los alimentos, que conocen las técnicas de caza y pesca, que saben sembrar de cierta forma. Salirse de los caminos conocidos es arriesgado y puede amenazar la supervivencia del grupo. Estas sociedades son esencialmente conservadoras: no pueden experimentar mucho, porque un experimento que no de resultados no puede, en muchos casos, repetirse, pues todos pueden haber muerto por culpa del ensayo fallido. Por eso sus rituales buscan ante todo hacer que las cosas se hagan como se han hecho antes y crear mecanismos que permitan guardar la memoria casi inalterable de mitos, creencias y formas de actuar.



Al aparecer la escritura, todo resultado apropiado se puede conservar, todo error se puede corregir, y es posible comparar experiencias alejadas en el tiempo y en el espacio. La información sobre la relación entre el tiempo y las cosechas, las inundaciones y las estaciones, registrada en las primeras astronomías, por ejemplo, crea el milagro tecnológico de la antigüedad, la agricultura con riego de Mesopotamia y Egipto, porque aparece la posibilidad de tener en cuenta, para obrar, lo que han vivido las generaciones anteriores: la experiencia de la historia. Palabra, escritura, historia, existen pues porque el hombre no viene programado para producir resultados a partir de la información externa, sino que está programado para aprender, es decir para crear e inventar, a partir de lo que capta afuera, formas nuevas de actuar y nuevos conjuntos de reglas y procedimientos.



He presentado la anterior metáfora, que es tiempo ya de abandonar, simplemente para apoyar la comprobación que hacemos cada día: que la educación, la enseñanza, el aprendizaje, son el núcleo de la experiencia humana, porque son la forma de entregar la cultura, todo el saber acumulado durante milenios, a los nuevos hombres



Ya los griegos advirtieron que había muchas maneras distintas de introducir las nuevas generaciones a la experiencia humana, y empezaron a convertir la educación en una preocupación especial de los dirigentes de la sociedad y de los pensadores, y a dedicar un período especial de la vida del hombre para tratar de enseñarle, en sitios especiales que complementaban lo que se aprendía en casa, lo que necesitaba saber para la vida. Escuela, liceo, gimnasio, esos sitios donde hoy ejercitamos la mente y el cuerpo y aprendemos lo que han hecho las generaciones anteriores –las ciencias, las técnicas, la literatura, los mitos religiosos, el lenguaje-son palabras inventadas por los griegos, como lo es la palabra pedagogía o la que nos indica el sitio donde se recoge el saber del pasado que debe estar disponible para los nuevos seres humanos: la biblioteca



En esos dos mil quinientos años desde que aparecieron las primeras instituciones educativas dedicadas a la formación de los futuros ciudadanos, ha habido cambios substanciales, pero también se han mantenido elementos constantes. Todavía la esencia de la escuela es la misma: un maestro que trabaja con un grupo de estudiantes, les da información, los pone a hacer diversas clases de ejercicios, y trata de saber qué tanto han aprendido. En muchas partes, la escuela sigue muy parecida a la de Grecia, y se basa en la palabra del profesor, pero desde la Edad Media a hoy se ha apoyado sobre todo en los libros, y actualmente está poniendo sus esperanzas en el computador como instrumento fundamental de ayuda.



Durante la Edad Media la educación formal se concentró en formar sacerdotes, pues la sociedad valoró sobre todo la preparación para la vida eterna, y dejó casi todo el aprendizaje para esta vida a cargo de la familia. Pero poco a poco, en la misma Edad Media y después en el Renacimiento, volvieron los ideales clásicos y la educación se fue extendiendo hasta que, a partir del siglo XVIII, se convirtió en un elemento casi natural de nuestra cultura la idea de que todos los hombres deben ir a la escuela.



Y en estos 200 años, el tiempo de la vida que se pasa en la escuela ha aumentado rápidamente. Dos o tres años, en el siglo XVIII, bastaban para aprender religión, escritura, lectura y aritmética, aunque algunos pocos gastaban en colegios y universidades 10 o 15 años. Hoy sentimos que una sociedad no está bien ordenada si no ofrece a sus niños la posibilidad de ir a la escuela, desde el preescolar hasta el grado universitario: prácticamente estamos dedicando 20 años de la vida a conocer los elementos de la cultura que se consideran importantes para vivir y para ejercer un oficio.



Por esto mismo una parte importante de la sociedad se dedica a atender esos 20 años de vida: los maestros, que eran un pequeño grupo en la Colombia del siglo XIX, son hoy probablemente la profesión liberal más numerosa del país. En 1871, 1 de cada 40 colombianos era un estudiante; hoy 1 de cada 4 asiste a una institución educativa. En 1871, por cada 1000 agricultores empeñados en producir la comida para los colombianos, apenas tres maestros alimentaban el cerebro de sus rústicos compatriotas, mientras que hoy, por cada 1000 agricultores hay por lo menos 200 maestros, y sería difícil calcular cuántos otros colombianos están dedicados a apoyar este esfuerzo construyendo colegios y bibliotecas, imprimiendo libros y produciendo equipos para las instituciones educativas.



Un momento clave en la evolución de la educación en Occidente fue el Renacimiento, pues muchas de las ideas que consideramos modernas surgieron o se aceptaron entonces No es exagerado decir que en el renacimiento el pensamiento occidental definió muchos de los valores centrales que se impondrían en los cinco siglo siguientes. La sociedad medieval, basada en la pertenencia a la comunidad, que valoraba la salvación del alma por encima de los objetivos mundanos, que sometía la política, la economía y la cultura a los valores religiosos, fue desplazada poco a poco por una sociedad esencialmente laica, en la que la religión pertenece cada vez más a la vida privada, y el Estado y los valores sociales seculares influyen tanto o más que ella en la conducta de los individuos.



Hoy los hombres creen que deben conseguir la felicidad en este mundo, que son libres de buscar la verdad usando su propia razón, fundamentalmente a través de la ciencia y la técnica, sin someterse a la autoridad de los demás. Individualismo, razón, libertad, democracia, confianza en la ciencia y la tecnología, son valores que se han hecho universales en los últimos 500 años y que contrastan con la sociedad comunitaria, religiosa, autoritaria y monárquica de la edad media, en la que el conocimiento estaba centrado en la teología y había que aceptar la vida en un valle de lágrimas



Un hombre que puede presentarse como ejemplo central y como artífice de esta transformación es Michel de Montaigne, de quien publica la Universidad Eafit los Dos ensayos sobre la educación que hoy se entregan a sus docentes. Durante casi veinte años, entre 1572 y 1588, Montaigne, dedicó buena parte de su tiempo a reflexionar sobre sus experiencias y se entregó al “ensueño de escribir”. Lo que escribía ya era novedoso: hablaba ante todo de él mismo. ¿Qué pienso, cómo soy, cómo reacciono a las cosas, qué e pasa, qué me emociona, qué me gusta, a qué le tengo miedo?.



Puede parecer inconcebible, pero desde San Agustín, en el siglo IV, hasta Montaigne, escribir acerca de uno mismo, excepto en la forma indirecta de los poetas que aludían a sus amores, era casi impensable. Los libros, copiados a mano hasta 1450, eran demasiado importantes y valiosos para gastarlos con un tema tan anodino como la vida privada de un individuo. Se escribían biografías de santos y de reyes, o libros de filosofía y teología, cada vez más elaborados, más organizados, más sistemáticos, en los que se debatían las verdades de la fe con argumentaciones formales y rígidas: la filosofía escolástica había sido la forma dominante del pensamiento en los cuatro siglos anteriores a los Ensayos, , y se basaba en la aceptación, por criterio de autoridad, de las verdades de la fe y de los principio de Aristóteles, aceptado como guía de todo conocimiento. Pensar era ante todo reelaborar el conocimiento antiguo, tratando de darle mayor solidez y firmeza. Mirar la naturaleza, mirar al hombre mismo era excepcional, algo a lo que solo se animaban los poetas. Ir a la escuela era entrar a una institución autoritaria, a una prisión violenta donde se enseñaban los idiomas de la antigüedad, griego y latín, para poder leer los textos de los filósofos y teólogos, y aprender las reglas de la argumentación escolástica.



Y en esta sociedad, los debates sobre teología y religión tenían consecuencias graves: en los mismos años en los que Montaigne se puso a escribir sus ensayos, casi toda Europa estaba en guerra y los creyentes iban a la guerra a nombre de diferentes interpretaciones del libro sagrado. En Francia las luchas entre los creyentes en una u otra forma de entender la Biblia, entre los defensores de la predestinación divina o del libre albedrío, de la gracia o las buenas obras, fueron terribles y sangrientas. El Estado trató a veces a apoyar a uno u otro de los combatientes, y otras de establecer formas de convivencia tolerante, pero Montaigne veía que el Estado de su tiempo era impotente, incapaz de imponer la justicia y la paz, de superar la más intolerable impunidad –muchas veces porque era cómplice de alguno de los bandos- y que reaccionaba a su impotencia haciendo más y más leyes, lo que estimulaba a los abogados para crear un mar de interpretaciones contradictorias y abundantes que no hacían más que ampliar la impunidad y el desorden.



Frente a este mundo, Montaigne prefiere retirarse a su biblioteca, que nos describe con tanto afecto, a leer y escribir, mientras deja a los políticos la terrible tarea de gobernar, una tarea que cree que corrompe inevitablemente, al menos en años tan difíciles: “el bien público exige, dice en tono de decepción, que se traicione, que se mienta y se masacre”.



En esta sociedad en vilo, Montaigne lee los autores de la antigüedad, sobre todo a Séneca y Plutarco, conversa con sus amigos, y pone por escrito sus reflexiones, al ritmo de sus lecturas y de sus estados de ánimo. Rompe con los modelos de escritura anteriores: no está escribiendo un tratado, un estudio ordenado y sistemático. No, cada que se sienta en su escritorio comenta sus experiencias, recuerda alguna historia que ha leído, la conversación con un amigo, una anécdota, algo que ha visto, y a partir de estas experiencias reflexiona sobre la vida, la muerte, el amor a los libros, el gusto por la conversación, sus experiencias amorosas, sus amigos. No le importa repetirse, volver, dos o tres años después, a discutir un tema ya tratado y tampoco lo molesta contradecir lo que ha afirmado antes: su escritura es una forma de ir caminando por la vida, una búsqueda, un tanteo, un ensayo.



En este ejercicio Montaigne revela una manera de ver las cosas, una forma de pensar muy distinta de la que predominaba en la Edad Media. Así como es uno de los primeros en subrayar su individualidad, su manera propia de ser, y en darle valor, expresa también una visión escéptica del mundo y de la verdad. Cree, por supuesto, que la verdad existe, pero no considera que ninguna persona pueda estar seguro de haberla alcanzado: el mundo es demasiado complejo, variable y contradictorio para que uno pueda capturarlo en su espíritu. Nadie puede estar seguro de haber llegado al conocimiento final.



Y si es así, la prepotencia de los que creen tener la verdad, e incluso están dispuestos a matar a nombre de la verdad, a hacer guerras o mandar a los herejes a las hogueras, les parece una locura inaceptable. Su obra es una defensa de la tolerancia, de una búsqueda sin dogmatismos de la verdad, acompañada de la conciencia en los límites propios. Y es al mismo tiempo una obra que subraya la diversidad del mundo y de la realidad. Nada hay igual en el mundo, donde no es siquiera posible encontrar dos huevos iguales. La ciencia basa muchas de sus pretensiones en dejar de lado precisamente la riqueza y variedad del mundo, y por eso, más que recitar lo que enseñan los eruditos, lo que debe hacer el hombre verdaderamente sabio es aprender a observar la realidad, a buscar la verdad en sí mismo, en los hechos y en la naturaleza y no en las definiciones de los filósofos y los sabios. Ni siquiera cuando hablamos del hombre podemos estar seguros de poder describirlo y definirlo, pues su variedad lo hace siempre un objeto escurridizo, que se escapa como agua entre nuestros dedos: “En verdad, si hay algo maravillosamente leve, cambiante y ondulante, es el hombre, y sobre él es difícil decir algo constante y firme.” Toda esta actitud, este contraste continuo entre la sensación de un mundo lleno y un conocimiento limitado y estrecho, lo lleva a dudar permanentemente, y a considerar que la ciencia no es tan importante como la actitud hacia el conocimiento y la capacidad de pensar con independencia y de vivir dignamente.



Y esto nos trae a los temas educativos: Montaigne anticipa casi todas las teorías modernas de la educación (que a veces no hacen más que convertir en fórmulas universales, unilaterales y pretenciosas algunas verdades parciales enunciadas aquí). En su meditación sobre las condiciones de la educación de su época se lanza contra lo que considera un sistema pedagógico estéril e improductivo, y propone una educación libre, activa, basada en la experiencia, que busque que el estudiante aprenda a averiguar pero no se envanezca con el saber y el conocimiento.



No voy a entrar en detalle sobre lo que Montaigne dice sobre los asuntos de la educación. Ustedes podrán leerlo, y estoy seguro de que lo disfrutarán, después del inevitable esfuerzo de acomodarse a una forma de escritura algo inesperada, en la que parece que uno no camina por una acera pavimentada sino por un prado lleno de senderos irregulares, de vueltas y recovecos insólitos, de montículos, arroyos, flores y otros amables obstáculos. Pero vale la pena al menos recordar cuales son las obsesiones principales del autor.



Lo primero que subraya es que no hay fórmulas seguras para educar: maestros y alumnos son tan diferentes que lo que en unos casos tiene resultados fracasa en otros. Cada maestro tiene que inventar continuamente y por si mismo su forma de educar, y lo que importa no es tanto lo que sepa el maestro, sino qué tan bien sepa las cosas y sobre todo cuáles son sus cualidades personales, pues gran parte de la educación depende, no en el discurso, sino de la práctica, el ejercicio y el ejemplo. Es preferible “un maestro con la cabeza bien puesta que con una cabeza llena”, uno que se destaque por sus “costumbres y la capacidad de juicio” más bien que por su conocimiento.



La educación, insiste, es para la vida. Lo que importa no es la ciencia ni el conocimiento, que son solo herramientas y adornos. No hay que aprender muchas cosas, sino aprender a juzgar, desarrollar las capacidades del entendimiento, y desarrollarlas para aprender a vivir, lo que incluye disfrutar de lo que la naturaleza nos ofrece. Su misma idea de la virtud rechaza la visión tradicional represiva: la virtud que debemos lograr es una virtud placentera y no malencarada, que nos permita gozar la vida, incluso las voluptuosidades del cuerpo, con placeres que justamente pueden ser más duraderos y amables si no se dejan llevar al desasosiego de los excesos: lograr una virtud placentera y un placer virtuoso parece ser uno de los puntos centrales de su ideal moral.



El maestro, además, no debe forzar al alumno y someterlo a exigencias rígidas: este debe aprender a su ritmo, con placer, siguiendo su naturaleza, y el maestro debe conocer y respetar esa naturaleza. Todo lo que sea erudición y despliegue de saber le parece pura pedantería. Nada debe aprenderse para exhibirlo o repetirlo. Buena parte de la ciencia de su época le parece inútil, puro juego exhibicionista. Se queja, como podríamos quejarnos hoy, de que hay más libros que son comentarios de libros y comentarios de comentarios que estudios sobre las cosas mismas.



El conocimiento sirve en la medida en que lo hacemos propio, pues, como dice en sus animadas metáforas, saber algo simplemente para poderlo repetir alimenta tan poco como la comida que lleva un pájaro en la boca para entregarla a otro, o como la carne que se devuelve entera después de comerla, sin haberla digerido. El que realmente aprende algo lo tiene que convertir en algo propio, y en ese momento ya no importa de dónde provenga: el conocimiento real es como la miel que hace la abeja, en la que yo no puede distinguirse el tomillo o la mejorana de dónde sacó sus elementos.



Señal de que el saber no se ha digerido es la pedantería en el lenguaje. Montaigne insiste: la prueba de que se domina un tema, de que se le comprende realmente, es poderlo explicar en forma clara. Hay que buscar hablar en forma simple, sin palabras alambicadas ni difíciles, sin ese gusto de que se apoderado de su época, y que hace que hasta las mujeres hablen en sabio cuando hacen el amor. Quisiera, dice, tener un idioma como el que se habla en los mercados de Paris. Cree que los discursos difíciles de entender lo que muestran no es que la persona tenga dificultades para expresar algo bien pensado: es que no ha logrado pensarlo bien. “Al ver como tartamudean en el momento de dar a luz sus ideas, se descubre que el problema no está en el nacimiento sino en la concepción misma de las ideas”.



La fuente del conocimiento debe ser la experiencia, el mundo, la vida. Los libros por supuesto, son esenciales, porque nos ponen en contacto con los hombres valiosos de otras épocas, pero no pueden reemplazar el contacto con la naturaleza, con los amigos, con los otros seres humanos: allí es donde aprendemos lo que es realmente importante.



Por último quiero destacar su insistencia en que lo que importa es ser un hombre de bien, ser un hombre virtuoso. Para Montaigne era un escándalo que, en medio de una sociedad desgarrada, las escuelas se entretuvieran llenando la cabeza de sus alumnos de más y más conocimientos y no los prepararan para actuar honestamente en un mundo difícil, no les enseñan siquiera a decir siempre la verdad. Pero sabía, como lo sabemos hoy, que no es posible formar el juicio moral, el juicio práctico, la virtud de nadie con sermones que apenas se memorizan. Creo que uno de los mayores desafíos de los maestros de hoy es encontrar como preparar a sus estudiantes para que al entrar al mundo del trabajo y de la vida tengan la capacidad de resistir a las tentaciones de la corrupción, el engaño y la violencia. Vivimos en un país en el que muchas de las personas que han salido de escuelas y universidades aceptan beneficiarse del saqueo de los recursos públicos, apoyar o justificar a alguno de los grupos violentos que nos ofrecen sueños de justicia o seguridad, usar tramposamente los sistemas electorales, engañar a la justicia, falsear documentos, apropiarse de los bienes de otros, utilizar medios indignos para lograr fines valiosos. Siempre ha habido pícaros y bandidos, pero es inquietante que nos acostumbremos a los niveles de delincuencia elegante de hoy, o que los enfrentemos, como en la época de Montaigne, con montañas de leyes y con discursos moralistas que no producen ningún cambio en la cultura real de las personas. ¿Será posible encontrar respuesta a lo que inquietaba a nuestro autor e inventar formas eficaces para que la Universidad contribuya, en su práctica diaria, con el ejemplo cotidiano de los maestros, a crear en sus estudiantes un compromiso de honestidad y decencia para toda la vida?



Montaigne habló en los Ensayos ante todo de sí mismo y siento que eso me autoriza para concluir esta presentación hablando algo de mí, y evocando a un maestro que hoy 15 de mayo estaría celebrando su cumpleaños. Soy de una familia de maestros. Una tía, Enriqueta, a la que todos conocíamos como “la maestra”, enseñó durante más de 50 años en San Pedro. La escuela de este pueblo lleva el nombre de otra tía, Gabriela, porque 12 de sus hijos fueron maestros. Otro tío, Conrado, fundó con Miguel Roberto Téllez el Instituto Jorge Robledo, y después el Conrado González Mejía, asociado con otro de mis tíos, Humberto, también educador de toda la vida y fundador de otros colegios, como el Colegio Horizontes. Decenas de mis primos y primas son maestros, y cuatro o cinco de mis hermanos lo son o lo han sido, como yo mismo. Pero me estoy refiriendo a mi padre, que vino a Medellín invitado por Miguel Roberto Téllez y enseñó en sus colegios hasta que, después de trabajar más de 30 años, se jubiló. Al poco tiempo se le notaba la depresión y el súbito envejecimiento: volvió entonces a dar clases y a dirigir colegios y recuperó su ánimo y su entusiasmo. Me enseñó a leer, a los cuatro años, con un método intuitivo que el mismo había inventado. Era conservador, y como Montaigne, no ponía sus esperanzas en cambios o revoluciones políticas. Pero también como Montaigne, no creía que las ideas se pudieran imponer: lo importante era que el discípulo se formara sus propias ideas, y las adoptara por convicción, y no por interés, sumisión o apariencia.



Cuando yo estaba en los últimos años de bachillerato asistí a un congreso de prensa estudiantil aquí en Medellín, y voté contra una proposición que me pareció intolerante: la que decía que la asociación de periódicos estudiantiles que estábamos creando sería católica. El principal periódico de la ciudad denunció en primera página nuestro voto como un acto de saboteo comunista. En los púlpitos varios sacerdotes se preguntaban cómo podía dirigir un importante colegio de la ciudad, el Liceo Marco Fidel Suárez, un educador que había mostrado que no era capaz de educar bien ni siquiera a su propio hijo. Mi abuela, en San Pedro, debió llorar algunas noches, y cuando fui a visitarla, unas semanas después, traté de consolarla:

-Me imagino que se ha preocupado mucho, abuela, con ese cuento de que yo soy comunista.

-¿Comunista?- me contestó- que descanso, mijito, yo había entendido que se había vuelto protestante!

Sus intolerancias pertenecían a otras épocas.

Pero mi padre, a pesar de que probablemente vivió una situación difícil, y a que se publicó un libro contra él, llamado De la dictadura al comunismo, en el cual aparecía como un maestro tolerante del comunismo y en el que yo aparecía como prueba, nunca me hizo el menor reproche y me dio todo su respaldo. Era un maestro convencido de su trabajo, fanático únicamente en su convicción de que no había tarea más importante que desarrollar la inteligencia y la honestidad de sus alumnos, pero un maestro respetuoso y tolerante. Por eso, quiero recordarlo hoy, e incluirlo, en el día de los maestros, en el mismo día en que él habría celebrado su cumpleaños, en el homenaje que hacemos a todos los educadores, a los maestros de Eafit, al entregarles este bello texto de uno de los grandes maestros de todos los tiempos.



Jorge Orlando Melo

Medellín, 15 de mayo de 2008

martes, 20 de mayo de 2008

Para la proxima clase

Traer de nuevo la càmara fotogràfica y el cable para bajar las fotos al computador

Cronograma de trabajos por clase para el 40%

a. expectativas del curso
1 visita exposicion de pintura
2 salida foro sobre cine
3 lectura documento degadamer la actualidad de lo bello
4 juego de cadaver exquisito
5 juego de sicronizacion.
6.Discusiòn sobre tòpicos del Documento de Gadamer.
Juego, Las extensiones de la piel, formato para construir un autorretrato
7.Recorrido por la Universidad, espacios de encuentro, imaginaciòn y racionalidad

CONCERTACIÒN DE LOS PORCENTAJES DE EVALUACIÒN.


20% Primer Parcial: Texto de reflexiòn segùn el tòpico escogido por cada estudiante acerca del documento de Gadamer: Primer Capìtulo, El elemento Lùdico del Arte

20% Segundo Parcial: Evaluaciòn, Temas de exposiciòn asignados por equipos acerca de la relaciones entre Juego y Arte a travès de la lectura de diversos autores.

30% Seguimiento: que se subdivide de la siguiente manera:
15% Publicaciòn de cada experiencia planteada en el cronograma de clase, diseño de la publicaciòn, direcciones vinculadas y relacionadas con los temas trabajados.
15% Calidad de los aportes, escritura y participaciòn en comentarios a Blogs de otros compañeros.

30% Trabajo Final: Arte, juego y espacios y el concepto de formaciòn estètica:
Salida de campo documentada, escritura sopbre tòpicos de reflexiòn propuestos, registro y sustentaciòn del trabajo (publicaciòn en el blog)

martes, 13 de mayo de 2008

tarea para el martes 20 de mayo

NO OLVIDAR CÀMARA DIGITAL Y EL CABLE PARA BAJAR LAS FOTOS EN LA SEGUNDA PARTE DE LA CLASE

Tòpicos Primer Parcial

Escoger uno de los siguientes tòpicos y desarrollar la relaciòn que proponen:

Juego y Razòn
Juego y Comunicaciòn
Juego y representaciòn.
Nexos entre juego y arte en el teatro moderno.
Identidad, Arte y Juego.
Percpeciòn, Arte y Estètica.
Experiencia de lo bello.

martes, 6 de mayo de 2008

Gadamer

El elemento lúdico del arte

Se trata, en especial, del concepto de juego. Lo primero que hemos de tener claro es que el juego es una función elemental de la vida humana, hasta el punto de que no se puede pensar en absoluto la cultura humana sin un componente lúdico. Pensadores como Huizinga, Guardini y otros han destacado hace mucho que la práctica del culto religioso entraña un elemento lúdico. Merece la pena tener presente el hecho elemental del juego humano en sus estructuras para que el elemento lúdico del arte no se haga patente sólo de un modo negativo, como libertad de estar sujeto a un fin, sino como un impulso libre. ¿Cuándo hablamos de juego, y qué implica ello? En primer término, sin duda, un movimiento de vaivén que se repite continuamente. Piénsese, sencillamente, en ciertas expresiones como, por ejemplo «juego de luces» o el «juego de las olas», donde se presenta un constante ir y venir, un vaivén de acá para allá, es decir, un movimiento que no está vinculado a fin alguno. Es claro que lo que caracteriza al vaivén de acá para allá es que ni uno ni otro extremo son la meta final del mo- [67] vimiento en la cual vaya éste a detenerse. También es claro que de este movimiento forma parte un espacio de juego. Esto nos dará que pensar, especialmente en la cuestión del arte. La libertad de movimientos de que se habla aquí implica, además, que este movimiento ha de tener la forma de un automovimiento. El automovimiento es el carácter fundamental de lo viviente en general. Esto ya lo describió Aristóteles, formulando con ello el pensamiento de todos los griegos. Lo que está vivo lleva en sí mismo el impulso de movimiento, es automovimiento. El juego aparece entonces como el automovimiento que no tiende a un final o una meta, sino al movimiento en cuanto movimiento, que indica, por así decirlo, un fenómeno de exceso, de la autorrepresentación del ser viviente. Esto es lo que, de hecho, vemos en la naturaleza: el juego de los mosquitos, por ejemplo, o todos los espectáculos de juegos que se observan en todo el mundo animal, particularmente entre los cachorros. Todo esto procede, evidentemente, del carácter básico de exceso que pugna por alcanzar su representación en el mundo de los seres vivos. Ahora bien, lo particular del juego humano estriba en que el juego también puede incluir en sí mismo a la razón, el carácter distintivo más propio del ser humano consistente en poder darse fines y aspirar a ellos conscientemente, y puede burlar lo característico de la razón conforme a fines. Pues la humanidad del juego humano reside en que, en ese juego de movimientos, ordena y discipli- [68] na, por decirlo así, sus propios movimientos de juego como si tuviesen fines; por ejemplo, cuando un niño va contando cuántas veces bota el balón en el suelo antes de escapársele.
Eso que se pone reglas a sí mismo en la forma de un hacer que no está sujeto a fines es la razón. El niño se apena si el balón se le escapa al décimo bote, y se alegra inmensamente si llega hasta treinta. Esta racionalidad libre de fines que es propia del juego humano es un rasgo característico del fenómeno que aún nos seguirá ayudando. Pues es claro que aquí, en particular en el fenómeno de la repetición como tal, nos estamos refiriendo a la identidad, la mismidad. El fin que aquí resulta es, ciertamente, una conducta libre de fines, pero esa conducta misma es referida como tal. Es a ella a la que el juego se refiere. Con trabajo, ambición y con la pasión más seria, algo es referido de este modo. Es éste un primer paso en el camino hacia la comunicación humana; si algo se representa aquí, aunque sólo sea el movimiento mismo del juego, también puede decirse del espectador que «se refiere» al juego, igual que yo, al jugar, aparezco ante mí mismo como espectador. La función de representación del juego no es un capricho cualquiera, sino que, al final, el movimiento del juego está determinado de esta y aquella manera. El juego es, en definitiva, autorrepresentación del movimiento de juego.
Y podemos añadir, inmediatamente: una determinación semejante del movimiento de juego [69] significa, a la vez, que al jugar exige siempre un «jugar-con». Incluso el espectador que observa al niño y la pelota no puede hacer otra cosa que seguir mirando. Si verdaderamente «le acompaña», eso no es otra cosa que la participatio, la participación interior en ese movimiento que se repite. Esto resulta mucho más evidente en formas de juego más desarrolladas: basta con mirar alguna vez, por ejemplo, al público de un partido de tenis por televisión. Es una pura contorsión de cuellos. Nadie puede evitar ese «jugar-con». Me parece, por lo tanto, otro momento importante el hecho de que el juego sea un hacer comunicativo también en el sentido de que no conoce propiamente la distancia entre el que juega y el que mira el juego. El espectador es, claramente, algo más que un mero observador que contempla lo que ocurre ante él; en tanto que participa en el juego, es parte de él. Naturalmente, con estas formas de juego no estamos aún en el juego del arte. Pero espero haber demostrado que es apenas un paso lo que va desde la danza cultual a la celebración del culto entendida como representación. Y que apenas hay un paso de ahí a la liberación de la representación, al teatro, por ejemplo, que surgió a partir de este contexto cultual como su representación. O a las artes plásticas, cuya función expresiva y ornamental creció, en suma, a partir de un contexto de vida religiosa. Una cosa se transforma en la otra. Que ello es así lo confirma un elemento común en lo que hemos explicitado como juego, a [70] saber, que algo es referido como algo, aunque no sea nada conceptual, útil o intencional, sino la pura prescripción de la autonomía del movimiento.
Esto me parece extraordinariamente significativo para la discusión actual sobre el arte moderno. Se trata, al fin y al cabo, de la cuestión de la obra. Uno de los impulsos fundamentales del arte moderno es el deseo de anular la distancia que media entre audiencia, consumidores o público y la obra. No cabe duda de que todos los artistas importantes de los últimos cincuenta años han dirigido su empeño precisamente a anular esta distancia. Piénsese, por ejemplo, en la teoría del teatro épico de Bertolt Brecht, quien, al destruir deliberadamente el realismo escénico, las expectativas sobre psicología del personaje, en suma, la identidad de lo que se espera en el teatro, impugnaba explícitamente el abandono en el sueño dramático por ser un débil sucedáneo de la conciencia de solidaridad social y humana. Pero este impulso por transformar el distanciamiento del espectador en su implicación como co-jugador puede encontrarse en todas las formas del arte experimental moderno.
Ahora bien, ¿quiere esto decir que la obra ya no existe? De hecho, así lo creen muchos artistas –al igual que los teóricos del arte que les siguen–, como si de lo que se tratase fuera de renunciar a la unidad de la obra. Mas, si recordamos nuestras observaciones sobre el juego humano, encontrábamos incluso allí una primera [71] experiencia de racionalidad, a saber, la obediencia a las reglas que el juego mismo se plantea, la identidad de lo que se pretende repetir. Así que allí estaba ya en juego algo así como la identidad hermenéutica, y ésta permanece absolutamente intangible para el juego del arte. Es un error creer que la unidad de la obra significa su clausura frente al que se dirige a ella y al que ella alcanza. La identidad hermenéutica de la obra tiene un fundamento mucho más profundo. Incluso lo más efímero e irrepetible, cuando aparece o se lo valora en cuanto experiencia estética, es referido en su mismidad. Tomemos el caso de una improvisación al órgano. Como tal improvisación, que sólo tiene lugar una vez, no podrá volverse a oír nunca. El mismo organista apenas sabe, después de haberlo hecho, cómo ha tocado, y no lo ha registrado nadie. Sin embargo, todos dicen: «Ha sido una interpretación genial», o, en otro caso, «Hoy ha estado algo flojo». ¿Qué queremos decir con eso? Está claro que nos estamos refiriendo a la improvisación. Para nosotros, algo «está» ahí; es como una obra, no un simple ejercicio del organista con los dedos. De lo contrario, no se harían juicios sobre la calidad de la improvisación o sobre sus deficiencias. Y así, es la identidad hermenéutica la que funda la unidad de la obra. En tanto que ser que comprende, tengo que identificar. Pues ahí había algo que he juzgado, que «he comprendido». Yo identifico algo como lo que ha sido o como [72] lo que es, y sólo esa identidad constituye el sentido de la obra.
Si esto es correcto –y pienso que tiene en sí la evidencia de lo verdadero–, entonces no puede haber absolutamente ninguna producción artística posible que no se refiera de igual modo a lo que produce en tanto que lo que es. Lo confirma incluso el ejemplo límite de cualquier instrumento –pongamos por caso un botellero– que pasa de súbito, y con el mismo efecto, a ser ofrecido como si fuera una obra. Tiene su determinación en su efecto y en tanto que ese efecto que se produjo una vez. Es probable que no llegue a ser una obra duradera, en el sentido clásico de perdurabilidad; pero, en el sentido de la identidad hermenéutica, es ciertamente una «obra».
Precisamente, el concepto de obra no está ligado de ningún modo a los ideales clasicistas de armonía. Incluso si hay formas totalmente diferentes para las cuales la identificación se produce por acuerdo, tendremos que preguntarnos cómo tiene lugar propiamente ese ser-interpelados. Pero aquí hay todavía un momento más. Si la identidad de la obra es esto que hemos dicho, entonces sólo habrá una recepción real, una experiencia artística real de la obra de arte, para aquel que «juega-con», es decir, para aquel que, con su actividad, realiza un trabajo propio. ¿Cómo tiene lugar esto propiamente? Desde luego, no por un simple retener en algo la memoria. También en ese caso se da una identificación; [73] pero sin ese asentimiento especial por el cual la «obra» significa algo para nosotros. ¿Por medio de qué posee una «obra» su identidad como obra? ¿Qué es lo que hace de su identidad una identidad, podemos decir, hermenéutica? Esta otra formulación quiere decir claramente que su identidad consiste precisamente en que hay algo «que entender», en que pretende ser entendida como aquello a lo que «se refiere» o como lo que «dice». Es éste un desafío que sale de la «obra» y que espera ser correspondido. Exige una respuesta que sólo puede dar quien haya aceptado el desafío. Y esta respuesta tiene que ser la suya propia, la que él mismo produce activamente. El co-jugador forma parte del juego.
Por experiencia propia, todos sabemos que visitar un museo, por ejemplo, o escuchar un concierto, son tareas de intensísima actividad espiritual. ¿Qué es lo que se hace? Ciertamente, hay aquí algunas diferencias: uno es un arte interpretativo; en el otro, no se trata ya de la reproducción, sino que se está ante el original colgado de la pared. Después de visitar un museo, no se sale de él con el mismo sentimiento vital con el que se entró: si se ha tenido realmente la experiencia del arte, el mundo se habrá vuelto más leve y luminoso.
La determinación de la obra como punto de identidad del reconocimiento, de la comprensión, entraña, además, que tal identidad se halla enlazada con la variación y con la diferencia. Toda obra deja al que la recibe un espacio de juego [74] que tiene que rellenar. Puedo mostrarlo incluso con conceptos teóricos clasicistas. Kant, por ejemplo, tiene una doctrina muy curiosa. Él sostiene la tesis de que, en pintura, la auténtica portadora de la belleza es la forma. Por el contrario, los colores son un mero encanto, esto es, una emocionalidad sensible que no deja de ser subjetiva y que, por lo tanto, no tiene nada que ver con la creación propiamente artística o estética .
Quien entienda de arte neoclásico –piénsese en Thorwaldsen, por ejemplo– admitirá que en este arte de marmórea palidez son la línea, el dibujo, la forma, los que, de hecho, ocupan el primer plano. Sin duda, la tesis de Kant está condicionada históricamente. Nosotros no suscribiríamos nunca que los colores son meros encantos. Pues sabemos que también es posible construir con los colores y que la composición no se limita necesariamente a las líneas y la silueta del dibujo. Mas lo que nos interesa ahora no es la parcialidad de ese gusto históricamente condicionado. Nos interesa sólo lo que Kant tiene claramente ante sus ojos. ¿Por qué destaca la forma de esa manera? Y la respuesta es: porque al verla hay que dibujarla, hay que construirla activamente, tal y como exige toda composición, ya sea gráfica o musical, ya sea el teatro o la lectura. Es un continuo ser-activo-con. Y es claro y manifiesto que, precisamente la identidad de la obra, que invita a esa actividad, no es una identidad arbi- [75] traria cualquiera, sino que es dirigida y forzada a insertarse dentro de un cierto esquema para todas las realizaciones posibles.
Piénsese en la literatura, por ejemplo. Fue un mérito del gran fenomenólogo polaco Roman Ingarden haber sido el primero en poner esto de relieve. ¿Qué aspecto tiene la función evocativa de una narración? Tomemos un ejemplo famoso: Los hermanos Karamazov. Ahí está la escalera por la que se cae Smerdiakov. Dostoievski la describe de un modo por el que se ve perfectamente cómo es la escalera. Sé cómo empieza, que luego se vuelve oscura y que tuerce a la izquierda. Para mí resulta palpablemente claro y, sin embargo, sé que nadie ve la escalera igual que yo. Y, por su parte, todo el que se haya dejado afectar por este magistral arte narrativo, «verá» perfectamente la escalera y estará convencido de verla tal y como es. He aquí el espacio libre que deja, en cada caso, la palabra poética y que todos llenamos siguiendo la evocación lingüística del narrador. En las artes plásticas ocurre algo semejante. Se trata de un acto sintético. Tenemos que reunir, poner juntas muchas cosas. Como suele decirse, un cuadro se «lee», igual que se lee un texto escrito. Se empieza a «descifrar» un cuadro de la misma manera que un texto. La pintura cubista no fue la primera en plantear esta tarea –si bien lo hizo, por cier- [76] to, con una drástica radicalidad– al exigirnos que hojeásemos, por así decirlo, sucesivamente las diversas facetas de lo mismo, los diferentes modos, aspectos, de suerte que al final apareciese en el lienzo lo representado en una multiplicidad de facetas, con un colorido y una plasticidad nuevas. No es sólo en el caso de Picasso, Bracque y todos los demás cubistas de entonces que «leemos» el cuadro. Es así siempre. Quien esté admirando, por ejemplo, un Ticiano o un Velázquez famoso, un Habsburgo cualquiera a caballo, y sólo alcance a pensar: «¡Ah! Ese es Carlos V», no ha visto nada del cuadro. Se trata de construirlo como cuadro, leyéndolo, digamos, palabra por palabra, hasta que al final de esa construcción forzosa todo converja en la imagen del cuadro, en la cual se hace presente el significado evocado en él, el significado de un señor del mundo en cuyo imperio nunca se ponía el sol.
Por tanto, quisiera decir, básicamente: siempre hay un trabajo de reflexión, un trabajo espiritual, lo mismo si me ocupo de formas tradicionales de creación artística que si recibo el desafío de la creación moderna. El trabajo constructivo del juego de reflexión reside como desafío en la obra en cuanto tal.
Por esta razón, me parece que es falso contraponer un arte del pasado, con el cual se puede disfrutar, y un arte contemporáneo, en el cual uno, en virtud de los sofisticados medios de la creación artística, se ve obligado a participar. El concepto de juego se ha introducido precisamen- [77] te para mostrar que, en un juego, todos son co-jugadores. Y lo mismo debe valer para el juego del arte, a saber, que no hay ninguna separación de principio entre la propia confirmación de la obra de arte y el que la experimenta. He resumido el significado de esto en el postulado explícito de que también hay que aprender a leer las obras del arte clásico que nos son más familiares y que están más cargadas de significado por los temas de la tradición.
Pero leer no consiste en deletrear y en pronunciar una palabra tras otra, sino que significa, sobre todo, ejecutar permanentemente el movimiento hermenéutico que gobierna la expectativa de sentido del todo y que, al final, se cumple desde el individuo en la realización de sentido del todo. Piénsese en lo que ocurre cuando alguien lee en voz alta un texto que no haya comprendido. No hay quien entienda lo que está leyendo.
La identidad de la obra no está garantizada por una determinación clásica o formalista cualquiera, sino que se hace efectiva por el modo en que nos hacemos cargo de la construcción de la obra misma como tarea. Si esto es lo importante de la experiencia artística, podemos recordar la demostración kantiana de que no se trata aquí de referirse a, o subsumir bajo un concepto una confirmación que se manifiesta y aparece en su particularidad. El historiador y teórico del arte Richard Hamann formuló una vez esta idea así: se trata de la «significatividad propia de la per- [78] cepción». Esto quiere decir que la percepción ya no se pone en relación con la vida pragmática en la cual funciona, sino que se da y se expone en su propio significado. Por supuesto que, para comprender en su pleno sentido esta formulación, hay que tener claro lo que significa percepción. La percepción no debe ser entendida como si la, digamos, «piel sensible de las cosas» fuera lo principal desde el punto de vista estético, idea que podía parecerle natural a Hamann en la época final del impresionismo. Percibir no es recolectar puramente diversas impresiones sensoriales, sino que percibir significa, como ya lo dice muy bellamente la palabra alemana, wahrnehmen, «tomar (nehmen) algo como verdadero (wahr)». Pero esto quiere decir: lo que se ofrece a los sentidos es visto y tomado como algo. Así, a partir de la reflexión de que el concepto de percepción sensorial que generalmente aplicamos como criterio estético resulta estrecho y dogmático, he elegido en mis investigaciones una formulación, algo barroca, que expresa la profunda dimensión de la percepción: la «no-distinción estética». Quiero decir con ello que resultaría secundario que uno hiciera abstracción de lo que le interpela significativamente en la obra artística, y quisiera limitarse del todo a apreciarla «de un modo puramente estético».
Es como si un crítico de teatro se ocupase [79] exclusivamente de la escenificación, la calidad del reparto, y cosas parecidas. Está perfectamente bien que así lo haga; pero no es ése el modo en que se hace patente la obra misma y el significado que haya ganado en la representación. Precisamente, es la no distinción entre el modo particular en que una obra se interpreta y la identidad misma que hay detrás de la obra lo que constituye la experiencia artística. Y esto no es válido sólo por las artes interpretativas y la mediación que entrañan. Siempre es cierto que la obra habla, en lo que es, cada vez de un modo especial y sin embargo como ella misma, incluso en encuentros reiterados y variados con la misma obra. Por supuesto que, en el caso de las artes interpretativas, la identidad debe cumplirse doblemente en la variación, por cuanto que tanto la interpretación como el original están expuestos a la identidad y la variación. Lo que yo he descrito como la no-distinción estética constituye claramente el sentido propio del juego conjunto de entendimiento e imaginación, que Kant había descubierto en el «juicio de gusto». Siempre es verdad que hay que pensar algo en lo que se ve, incluso sólo para ver algo. Pero lo que hay aquí es un juego libre que no apunta a ningún concepto. Este juego conjunto nos obliga a hacernos la pregunta de qué es propiamente lo que se construye por esta vía del juego libre entre la facultad creadora de imágenes y la facultad de entender por conceptos. ¿Qué es esa significatividad en la que algo deviene experimentable y experi- [80] mentado como significativo para nosotros? Es claro que toda teoría pura de la imitación y de la reproducción, toda teoría de la copia naturalista, pasa totalmente por alto la cuestión. Con seguridad, la esencia de una gran obra de arte no ha consistido nunca en procurarle a la «naturaleza» una reproducción plena y fiel, un retrato. Como ya he mostrado con el Carlos V de Velázquez,* en la construcción de un cuadro se ha llevado a cabo, con toda certeza, un trabajo de estilización específico. En el cuadro están los caballos de Velázquez, que algo tienen de especial, pues siempre le hacen a uno acordarse primero del caballito de cartón de la infancia; pero, luego, ese luminoso horizonte, la mirada escrutadora y regia del general dueño de ese gran imperio: vemos cómo todo ello juega conjuntamente, cómo precisamente desde ese juego conjunto resurge la significatividad propia de la percepción; no cabe duda de que cualquiera que preguntase, por ejemplo: ¿Le ha salido bien el caballo?, o ¿está bien reflejada la fisonomía de Carlos V?, habrá paseado su mirada sin ver la auténtica obra de arte. Este ejemplo nos ha hecho conscientes de la extraordinaria complejidad del problema. ¿Qué es lo que entendemos propiamente? ¿Cómo es que la obra habla, y qué es lo que nos dice? A fin de levantar una primera defensa contra toda teoría de la imitación, haríamos bien en recordar [81] que no sólo tenemos esta experiencia estética en presencia del arte, sino también de la naturaleza. Se trata del problema de «lo bello en la naturaleza».
El mismo Kant, que fue quien puso claramente de relieve la autonomía de lo estético, estaba orientado primariamente hacia la belleza natural. Desde luego, no deja de ser significativo que la naturaleza nos parezca bella. Es una experiencia moral del hombre rayana en lo milagroso el que la belleza florezca en la potencia generativa de la naturaleza, como si ésta mostrase sus bellezas para nosotros. En el caso de Kant, esta distinción del ser humano por la cual la belleza de la naturaleza va a su encuentro tiene un trasfondo de teología de la creación, y es la base obvia a partir de la cual expone Kant la producción del genio, del artista, como una elevación suma de la potencia que posee la naturaleza, la obra divina. Pero es claro que lo que se enuncia con la belleza natural es de una peculiar indeterminación. A diferencia de la obra de arte, en la cual siempre tratamos de reconocer o de señalar algo como algo –bien que, tal vez, se nos haya de obligar a ello–, en la naturaleza nos interpela significativamente una especie de indeterminada potencia anímica de soledad. Sólo un análisis más profundo de la experiencia estética por la que se encuentra lo bello en la naturaleza nos enseña que se trata, en cierto sentido, de una falsa apariencia, y que, en realidad, no podemos mirar a la naturaleza con otros ojos que los de hom- [82] bres educados artísticamente. Recuérdese, por ejemplo, cómo se describen los Alpes todavía en los relatos de viajes del siglo XVIII: montañas terroríficas, cuyo horrible aspecto y cuya espantosa ferocidad eran sentidos como una expulsión de la belleza, de la humanidad, de la tranquilidad de la existencia. Hoy en día, en cambio, todo el mundo está convencido de que las grandes formaciones de nuestras cordilleras representan, no sólo la sublimidad de la naturaleza, sino también su belleza más propia.
Lo que ha pasado está muy claro. En el siglo XVIII, mirábamos con los ojos de una imaginación adiestrada por un orden racionalista. Los jardines del siglo XVIII –antes de que el estilo de jardín inglés llegase para simular una especie de naturalidad, de semejanza con la naturaleza– estaban siempre construidos de un modo invariablemente geométrico, como la continuación en la naturaleza de la edificación que se habitaba. Por consiguiente, como muestra este ejemplo, miramos a la naturaleza con ojos educados por el arte. Hegel comprendió correctamente que la belleza natural es hasta tal punto un reflejo de la belleza artística, que aprendemos a percibir lo bello en la naturaleza guiados por el ojo y la creación del artista. Por supuesto que aún queda la [83] pregunta de qué utilidad tiene eso para nosotros hoy, en la situación crítica del arte moderno. Pues, guiándose por él, a la vista de un paisaje, difícilmente llegaríamos a reconocer su belleza. De hecho, ocurre que hoy día tendríamos que experimentar lo bello natural casi como un correctivo para las pretensiones de un mirar educado por el arte. Por medio de lo bello en la naturaleza volveremos a recordar que lo que reconocemos en la obra de arte no es, ni mucho menos, aquello en lo que habla el lenguaje del arte. Es justamente la indeterminación del remitir la que nos colma con la conciencia de la significatividad, del significado característico de lo que tenemos ante los ojos. ¿Qué pasa con ese ser-remitido a lo indeterminado? A esta función la llamamos, en un sentido acuñado especialmente por los clásicos alemanes, por Goethe y Schiller, lo simbólico.